martes, 11 de julio de 2023

 


Lectura de relatos del documento “No es un mal menor”. Se recomienda leer los siguientes que tienen relación con el juego:

a)  Secuestro de la infancia. El juego como identidad cultural. Cuerpo robado de la infancia.
        “Yo nunca tuve una muñeca”. Pág. 51. (Fragmento específico de juego: pág. 54). 

Este grupo armado hizo presencia en el municipio desde ese año hasta 1991, cuando fue expulsado por las FARC-EP. Durante su permanencia se enfocó en quitarle a la guerrilla el control que tenía sobre el territorio mediante la violencia contra civiles que consideraba colaboradores del grupo armado y contra economías ilícitas en la región, como las zonas de producción cocalera61. En este contexto, con apenas tres meses de nacida, Diana perdió a su madre. Más tarde, una religiosa la encontró y la encomendó a una nueva familia. No obstante, la pérdida de su madre biológica provocó que le llevara mucho tiempo reconocerse como afrodescendiente. «Yo vivía con mi mamá, mi papá y unos sobrinos. Jugábamos mucho, nos entreteníamos, la pasábamos muy bien con los juegos de ronda, pero eran juegos no tradicionales afro. Ahora hablo muy despacio, anteriormente alborotaba mucho y por cada voz alta era un coscorrón, porque yo tenía que aprender a hablar bajito, entonces ahora me toca un gran esfuerzo para alzar la voz porque hablo supremamente despacio. […] Yo tenía mi mente “blanquillada”62 –como lo digo actualmente–, y no aceptaba que era parte de una cultura, de un proceso y de una comunidad»63. En las comunidades indígenas y afrodescendientes la oralidad es un elemento fundamental para la transmisión de saberes ancestrales. Es a partir de los cantos, juegos y enseñanzas de mayores y autoridades tradicionales como las nuevas generaciones reciben el saber de la comunidad y como las niñas, niños y adolescentes forjan un sentido de pertenencia y de identidad con su cultura. Cuando el conflicto armado les arrancó a las personas menores de dieciocho años de pueblos étnicos a sus progenitores o fueron desplazadas de sus territorios, se les negó la posibilidad de aprender y participar en rituales de protección, cuidado y, en general, de la vida comunitaria y organizativa, lo que impacta la pervivencia cultural del colectivo y perjudica a la sociedad en su conjunto, ya que pierde su diversidad étnica y cultural.
        
b) El juego como refugio. “Tenía que ser fuerte como papá y mi mamá”.  Pág. 66. (Fragmento          
        específico del juego: pág. 68).   

El resto de la familia debe encarar numerosas dificultades para cuidar de las niñas, niños y adolescentes, y estos, a su vez, asumieron un comportamiento enfocado en no ser una «carga» para evitar a sus parientes la inversión de tiempo o energía emocional en su cuidado y atención. Por esto, fue común que decidieran aplazar sus deseos, no expresar sus emociones y asumir un rol silencioso e invisible en el contexto familiar. El «que nadie se haga cargo de mí» es una de las maneras como trataron de dar estabilidad al núcleo familiar que se percibía frágil y vulnerable, aun a costa de sus propias necesidades psicológicas. Así lo cuenta Juan David: «Yo no volví a ver ni a mi mamá, ni a mi papá, ni a mi hermano, ni a mi hermana; era una cosa muy difícil. Me refugié en el juego, en el dibujo, me la pasaba en esas. Pero fue una cosa dura. Era difícil ir a dormir y pensar en cómo estarían mi mamá y mi papá, si se estarían mojando, si estarían vivos o no. Yo a veces lloraba de noche y no me gustaba que me vieran mis primas. No me gustaba generar lástima, me daba pena, odiaba que me vieran llorar». Las niñas, niños y adolescentes se decían a sí mismos que tenían que ser fuertes, pues eran conscientes del doloroso efecto del secuestro sobre sus familiares. En los casos de muerte del secuestrado, la incertidumbre fue reemplazada por un duelo en medio de la impotencia y por la devastación de sentir que el reencuentro no se haría realidad. Esto fue lo que sintió Jhonatan, un joven que al momento de dar su testimonio tenía 21 años y cuyo padre, un sargento del Ejército, fue secuestrado en 1997 por las FARC-EP en los límites entre Nariño y Putumayo, cuando el niño ni siquiera había nacido. La esperanza que mantuvo durante su infancia se desvaneció en el 2011, a sus trece años: «Para mí fue una noticia muy dura, siempre pensé en el encuentro que íbamos a tener, no importaba cuánto tiempo tardaría. Pensaba que iba a salir con vida, que nos íbamos a abrazar, a conocernos y compartir. Cuando me enteré de su asesinato fue un golpe muy duro para mí».

c) Juego cercado por la guerra. Las reglas del juego definidas por las minas. 
        “Dejaron minas ahí donde era una escuelita”. Pág. 169. (Fragmento específico pág.170).

Los peligros que vivieron las niñas, niños y adolescentes en contextos escolares no terminaron con los ataques de los que fueron víctimas en los colegios. Muchas de estas violencias tuvieron lugar en los entornos de las instituciones educativas o en los caminos que conducen a ellas, pues mientras hacían el trayecto de ida o regreso era factible encontrarse con actores armados, o que algún artefacto explosivo se activara, sin mencionar la posibilidad de acabar en el fuego cruzado o de que los reclutaran379. 
Por ejemplo, las niñas, niños y adolescentes afrodescendientes de La Alsacia y Agua Blanca en Buenos Aires, Cauca, tenían que caminar durante horas para llegar a sus escuelas entre combates u operativos del Ejército que terminaban en su detención o, incluso, en la muerte380. También Mónica habló de la explosión de dos artefactos en 2014, en un polideportivo donde recibía las clases de educación física en su colegio en Tumaco. Aunque el objetivo era la estación de Policía, la granada arrojada por las 
FARC-EP afectó gravemente a dos adolescentes: «Los muchachos eran estudiantes, uno tenía catorce y otro trece. Uno de ellos quedó destruido, el otro, vivo y alcanzó a llegar al hospital, pero murió por negligencia médica».
Este hecho logró cierta visibilidad en los medios de comunicación locales y nacionales, cuyos titulares presentaron a los adolescentes víctimas como «niños bomba», lo que conllevó una situación revictimizante para las familias y para la comunidad381. Esta expresión deshumanizadora es una de tantas que nos ha dejado la naturalización de las atrocidades del conflicto. En estos casos, la repercusión de la violencia es doble, pues al dolor por la pérdida se suman los señalamientos y estigmatización de las autoridades.También las minas antipersonales (MAP) y municiones sin explotar (MUSE) han sido instaladas en los caminos por los que transitan las niñas, niños y adolescentes o 
en los lugares de juego y enseñanza. Federico, de la mesa de víctimas de Cumbitara, Nariño, narra cómo tras distintos enfrentamientos en 2011 quedaron minas en torno a las instalaciones educativas: «En el municipio hubo varias zonas minadas. Cuando los enfrentamientos entre las FARC y el Ejército dejaron minas ahí donde era una escuelita. Luego de que miembros del Ejército la desminaron fue posible remodelarla»
Un caso similar narra la profesora Patricia, desde Rionegro, Santander:«Cuando llegué, en el 2002, los niños jugaban a guerrilleros y soldados. Entonces me surgió la idea de que había que empezar a cambiarles la modalidad del juego. Lo que hice fue dirigirme a la Gobernación con algunos amigos a conseguir balones y llevarlos para que jugaran fútbol. Pero cada vez que el balón caía a alguno de los costados, toteaba una mina, ahí es cuando me entero de que la escuela estaba minada. Los chicos sabían más o menos en qué lugares estaban y, bueno, se perdían mucho los balones. Pero estaban tan entusiasmados con el fútbol que queríamos hacer algo para que pudieran jugar y no se les fuera el balón y se les perdiera. Lo que hicimos fue una reunión con los padres de familia y dijimos que había que encerrar la cancha. Como no teníamos otra herramienta, lo que hicieron los padres fue ir a cortar caña 
brava para encerrar la cancha, bien arriba, como tres metros, para que los chicos 
pudieran jugar»
        
d) Cuerpos intrusos y enredados. Pérdida del juego.  “Me recogió una tía en el terminal: la      
         llegada a nuevos lugares”. Pág. 117. (Fragmento específico:  pág. 119)  

Las víctimas de desplazamiento relatan la impresión de llegar a un lugar extraño donde, además de miedo, sentían angustia por no saber lo que iban a comer o dónde irían a vivir. El tamaño de la ciudad y el clima son dos temas que se mencionaron con frecuencia. La inseguridad y el caos que reina en las ciudades de acogida hicieron que la llegada fuera especialmente hostil para reconstruir la vida. Bogotá es uno de los destinos principales de las víctimas de desplazamiento forzado. De acuerdo con las 
cifras del Observatorio Distrital de Víctimas, tomadas con base en el Registro Único de Víctimas (RUV), entre 1985 y 2018 la capital recibió cerca de 600.000 personas desplazadas229. Entre las ciudades que han recibido un mayor número están Medellín, Villavicencio y Cali
La pérdida del sustento ligado a la tierra y de las cosas ganadas a lo largo de los años, sumada a la imposibilidad de volver al territorio, hizo más difícil la adaptación. Y aunque el desplazamiento es una experiencia desgarradora, la posibilidad de rehacer su vida en los nuevos contextos y la organización para la defensa de sus derechos hicieron que muchas familias desplazadas lograran acceder a algunos servicios de los que carecían antes231. Por ejemplo, algunos pudieron acceder al ciclo educativo, derecho que no era garantizado plenamente en el campo, pues no se contaba con la infraestructura, ni la capacidad, ni las condiciones para satisfacerlo Sin embargo, también se exponen a nuevas violencias. En 1995, Diego fue desplazado de Ituango al barrio Manrique, en Medellín, debido a amenazas de los paramilitares; en ese entonces tenía catorce años. Con la llegada del narcotráfico, muchos jóvenes fueron presionados para vincularse a grupos criminales, a menudo bajo la amenaza de ser asesinados o desaparecidos. Además, debían convivir con las acciones de las milicias urbanas y las incursiones paramilitares en los barrios233. Así lo recuerda Diego:
«En ese entonces había un grupo armado, un combo234 que andaba para arriba y para abajo en el que había pelaos235 de catorce, quince años con la pistola en la mano, sin camisa, con radio y con un bareto236. Nosotros no estábamos acostumbrados a eso, vivíamos una niñez tranquila de jugar, correr y hacer cosas en la calle».
La presencia de actores armados en los lugares de llegada incentiva la construcción de redes ligadas a la violencia y la criminalidad. Así le pasó a Diego, quien encontró la opción de ingresar a las organizaciones criminales que operaban en su barrio: «Nosotros llegamos desorientados, sin saber nada de la ciudad y finalmente lo que se tiene más cerca es ese ofrecimiento. Cuando uno ve que no hay otras posibilidades ni oportunidades, termina enredado». Con todo, luego de presenciar la muerte de 
varios jóvenes decidió escaparse de las redes del grupo y tuvo que salir desplazado, nuevamente, a otro barrio de la ciudad.Históricamente, Antioquia es el departamento desde el cual salen más personas 
desplazadas: más de 1,8 millones. De este total, el 14,6 % corresponde a niñas y niños entre cero y cinco años; 12,2 %, entre seis y once, y 10,7 % a adolescentes entre doce y diecisiete años237. Las cifras de recepción de personas desplazadas también ponen a Antioquia en el primer lugar con 1.689.685 personas238, lo que podría indicar que un alto número de estas se reubicaron en el mismo departamento o ciudad.



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